Hola All!
Nuevamente, de la mano de la gente de JotDown[1], una interesante reflexión sobre la música, sobre los oyentes, sobre la industria, todo contextualizado en
una cocktelera. A ver qué opinais...
Ya no hay manera de relativizar el asunto con los supuestos beneficios colaterales; internet está destruyendo la industria discográfica. Desde 1999 los ingresos no han dejado de caer. Son, más o menos, la mitad de lo que eran entonces. Esto es una caída enorme, supone que el 50% de todo un negocio ha desaparecido en tres lustros. ¿La paradoja? No se escucha menos música que en 1999. Al contrario, se escucha bastante más. En 2015 se vendieron más singles que en cualquier año del periodo 1994-2002, considerado el de mayor apogeo de la industria discográfica en toda su historia. Eso supone unas veinte veces más
singles vendidos, ¡que no es poco! Eso sí, la mayoría de esas ventas son digitales y su margen de beneficio es muy, muy escaso. Peor aún: los álbumes en
formato de CD siguen siendo la principal fuente de ingresos, pero sus ventas han caído, como poco, a un tercio de lo que fueron. En consecuencia, el balance
de beneficios es hoy una tercera parte de lo que era hace quince años. Esto parece preocupar poco al público, pero produce una merma considerable en la calidad de la nueva música disponible. En el futuro, cuando estudien nuestro tiempo, quizá se pregunten por qué la creatividad musical sufrió un bajón tan considerable con el cambio de siglo. La respuesta es simple: internet.
Música grabada sí, pero a ser posible gratis
El único sector de la industria musical en el que la facturación ha aumentado es el de los conciertos. Incluso pese a la crisis. En la lista histórica de las
veinte mayores giras según su asistencia media de espectadores, solamente dos (Rolling Stones y Pink Floyd) fueron giras anteriores al año 2000. Y nada menos
que ocho son posteriores al año 2009, cuando la crisis había golpeado a todo el
mundo. Además los precios de las entradas no han dejado de subir. Dicho en otras palabras: la gente está más dispuesta que nunca a pagar por una experiencia en vivo. Sin embargo, a ese mismo público se le hace cuesta arriba pagar por el contenido musical en sí. Esto pone al negocio discográfico contra las cuerdas. Porque claro, la experiencia de un concierto no se puede descargar
por internet, si alguien quiere vivirla tiene que rascarse el bolsillo. Sin embargo es muy fácil descargarse cualquier disco.
Dentro de los espectáculos, la vulnerabilidad frente a internet no es exclusiva
del mundo musical, pero sí le ha afectado con particular crudeza. La industria del cine, en el mismo periodo de quince años, ha aumentado sus ingresos totales
un 30%. La venta de entradas para ver películas ha caído a causa de internet, esto es verdad, pero no tanto como para hundir los ingresos. En toda la historia del cine, el único competidor que realmente consiguió hundir los ingresos del cine fue la televisión: cuando en los años cincuenta empezó a haber televisores en las casas, la venta de entradas para el cine se pegó un batacazo del que nunca se recuperó del todo. Hoy mismo, en pleno 2016 y con un enorme crecimiento de la población, el cine sueña con llegar a vender el mismo número de entradas que vendía durante la Segunda Guerra Mundial. Aun así, desde
entonces el cine ha permanecido incólume frente a casi todo. El VHS, que produjo mucho miedo a la industria en su día, no tuvo un efecto decisivo sobre el cine, como tampoco la popularización de los ordenadores o del DVD. La piratería online ha hecho daño, desde luego, pero por el momento no es una amenaza de muerte. La mejora en imagen y sonido de las salas sigue siendo algo con lo que la televisión o internet, al final, no pueden competir. No hasta el punto de llevarse todo el público. La gente sigue queriendo ir al cine y paga por una experiencia que no se puede duplicar en casa, como sigue pagando por acudir a determinados conciertos o festivales.
Y que, como decía, es más difícil colarse en un concierto que descargarse un disco. La actitud del público es algo sobre lo que la industria musical ya no se engaña. No esperan un gasto destinado a apoyar un bien cultural. Ni siquiera
en directo. Quien piense que la gente paga entradas de conciertos para ayudar a
sus artistas, que le eche un vistazo al extraordinario documental sobre el festival de la isla de Wight, celebrado en 1970. El promotor se dejó las pestañas para tener allí a Jimi Hendrix, The Who, Miles Davis, The Doors, y una
lista enorme de nombres importantes con la que ningún festival actual puede soñar. Pues bien, el perímetro de seguridad del recinto fue quebrantado, la gente que acampaba fuera y que no había pagado entrada empezó a entrar en tropel. Se suele hablar de la violencia en el festival de Altamont como la muerte del sueño hippie, pero lo de Wight (salvando el derramamiento de sangre,
claro) no se quedó atrás. Las cámaras registraron un momento absolutamente impagable: el promotor Rikki Farr, que también estaba actuando como presentador
del festival, se acercó al micro del escenario principal y, visiblemente alterado, pronunció unas palabras inmortales: «¡Hemos montado este festival para vosotros, cabrones, con un montón de amor! ¡Hemos trabajado durante todo un año para vosotros, cerdos! ¿Y ahora queréis derribar las vallas y destruirlo
todo? ¡Bien, pues idos al infierno!». Al final, para evitar males mayores, terminó anunciando la apertura de puertas mientras hacía el gesto de la paz con
«Amazing Grace» sonando al fondo. La moraleja que el festival de Wight dejó para la posteridad es esta: si la gente puede evitar pagar por la música, aunque para ello haya de perjudicar los intereses de la industria y de los propios músicos, lo hará. Y los promotores aprendieron una valiosa lección, la seguridad es muy importante.
Pero en internet la seguridad es mucho más difícil de mantener, sobre todo por cuestiones técnicas. Muchos (la mayoría, espero) somos partidarios de un internet abierto y libre, donde los Gobiernos metan la mano lo menos posible. Sin embargo, para algunos negocios legítimos esa falta de seguridad ha sido letal. De todos modos, el debate moral es algo que queda para el análisis personal de cada uno. Todos, o casi todos, hemos consumido material cultural pirata. Cada cual sabe por qué y en qué circunstancias. Pero insisto, no es mi intención entrar en la cuestión ética. Lo que sí interesa son los datos y en ese sentido hay poca discusión posible: internet está matando a la industria musical, por estrangulamiento. Las cifras hablan por sí solas y está por ver en
qué circunstancias habrá de afrontar su porvenir.
La guerra de Napster: toda resistencia es inútil
En 1999 se lanzaba al mundo un servicio llamado Napster, con el que cualquier usuario que poseía la versión digital de una canción podía compartirla con otros mediante el P2P, intercambio directo de archivos entre internautas. En su
día, recuerdo bien, había no poca gente que defendía la tesis de que compartir MP3 era una especie de ideal de justicia, por más que no se aplique a casi ningún otro producto. Por ejemplo, a nadie se le ocurre que sea legal poder entrar en casa de un vecino y vaciarle la nevera. Porque claro, la comida no se
puede clonar y le provocaríamos un serio perjuicio. Tampoco iríamos a robarle una barra al pobre panadero. Pero ¿las discográficas y los artistas? Bah, ya ganaban bastante dinero. Al contrario que una barra de pan, un MP3 podía copiarse indefinidamente, el que lo compartía no perdía su versión y eso hacía que la gente se sintiera generosa. La industria, sin embargo, no lo veía tan claro. No se llevaba un dólar de lo que circulaba por Napster. Es más, pensaba que iba a dejar de ganar mucho dinero por ventas que ya no se efectuaban. Los partidarios de Napster respondían con ironía, recordando las antiguas advertencias de que el casete virgen mataría la industria musical. Pero el casete virgen no era gratis, había que comprarlo, y había que tener un equipo de música que, al contrario que un ordenador, no servía para mil cosas más para
amortizar la inversión de inmediato. Y un casete no se podía duplicar indefinidamente; la gente se grababa música y le grababa música a otros, pero después de varias copias aquello perdía mucha calidad, por lo que se intentaba tener acceso al disco o cinta original. Y muy importante: solamente podía grabarse música de quien se tenía cerca --amigos, familia-- pero no de cualquier persona en cualquier rincón del globo. Paradójicamente, para mantener
cierto nivel de piratería con sonido de cierta calidad, la gente necesitaba seguir comprando discos.
Lo de Napster era distinto. Ya no había límites para copiar música, ni en cuanto a calidad ni en cuanto a geografía. Así que empresas, y de modo muy sonado ciertos artistas, declararon la guerra a Napster. Recordarán que Metallica fueron unos de los más activos, tras descubrir que algunas de sus canciones circulaban por Napster incluso antes de haber sido editadas oficialmente. Por entonces muchos usuarios jóvenes de internet se pusieron del lado de Napster, quizá por una idea romántica del intercambio cultural, o quizá
porque el portavoz de Metallica era Lars Ulrich, que no le cae bien a casi nadie. También, todo hay que decirlo, porque la industria musical tenía una merecida mala fama; los discos eran muy caros y las compañías se enriquecían con precios abusivos mientras, todos lo sabíamos, había una larga tradición de artistas que no cobraban lo que merecían. Sumemos que las entradas de conciertos eran cada vez más caras por la intromisión de empresas intermediarias; algunos recordarán que en 1994 Pearl Jam demandaron sin éxito a
Ticketmaster. Vamos, que estar contra la industria era casi una afirmación política. Pero con mala fama o no, y por una vez en su vida, los argumentos de Ulrich y del propio negocio tenían sentido: el disco es el producto fundamental
del músico en el mercado y mecanismos como Napster amenazaban con inutilizar ese producto. Otros artistas como Dr. Dre iniciaron una campaña como la de Metallica, y después, ya con más medios legales, se sumaron las grandes discográficas: Sony, Universal, Warner Bros, EMI y BMG. En febrero de 2001, cuando Napster alcanzó su máxima difusión con ochenta millones de usuarios, el problema para la industria era considerable. Podía atribuirle millones y millones de dólares en pérdidas.
Aun así, los partidarios de Napster aseguraban que el intercambio libre podía beneficiar a la industria musical mediante la promoción gratuita. El ejemplo paradigmático fue la banda estadounidense Dispatch, una especie de Mano Negra en versión trío que, partiendo de la nada y sin el apoyo de los canales promocionales convencionales, llegaron a efectuar una gira con más de cien mil espectadores, todo gracias al boca a boca sobre su música, en teoría facilitado
por el P2P. Hubo incluso algunos artistas consagrados que hablaron en términos positivos de las posibilidades promocionales de Napster, que pensaban podía favorecer a los artistas independientes y las pequeñas discográficas frente a la maquinaria corporativa de las multinacionales, de las grandes radiofórmulas,
de la MTV y los demás gigantes del mainstream. El aura romántica de Napster aumentaba en países como España, donde la SGAE, con ayuda de los Gobiernos, se empeñaba en imponer un tétrico canon universal sobre los soportes como el CD virgen. Pero ninguna de estas defensas de Napster, casi todas con carácter más bien filosófico o con un componente de cabreo justificado, podía esconder el hecho de que los usuarios de Napster se apropiaban de algo que no era suyo. Legalmente, al menos en la mayor parte de países, descargarse música era el equivalente de robar y resultaba difícil maquillarlo. Napster no sobrevivió al asalto. A última hora intentó llegar a acuerdos con la industria para formalizar un servicio de pago con el que pudiese abonar su parte de derechos de autor, al modo de lo que hoy hace Spotify, pero era demasiado tarde: a las discográficas se les había metido entre ceja y ceja acabar con Napster a cualquier precio. El servicio de intercambio tuvo que cesar en julio del 2001. Sus partidarios no le retiraron sus simpatías; todavía recuerdo un artículo del
2003 en el que se hablaba de la ya difunta Napster como de una especie de Robin
Hood abatido por el sistema, un sistema representado por las malévolas (que lo son, pero por otros motivos) discográficas multinacionales.
El cese de servicio del Napster original fue una victoria pírrica para la industria musical. El intercambio de archivos era ya una marea a la que no se podía poner diques y las ventas de discos continuaron cayendo. La multiplicación de imitaciones de Napster con sistemas de intercambio cada vez más sofisticados también ponía difícil el control técnico-legal. Aunque no habían querido tratar con Napster, las compañías discográficas entendieron finalmente que se estaban quedando sin salidas. Podían malgastar tiempo y recursos intentando detener lo inevitable, o podían tratar de salvar algún mueble del incendio, sacando provecho del formato digital con ayuda de nuevos actores. En 2003, Apple lanzó la tienda de música de iTunes, mostrando el camino que se podía seguir. En 2008 apareció Spotify, que ha ido probando diferentes sistemas de monetización. Esto no detuvo la sangría, desde luego. En
2003, cuando se lanzó iTunes, la industria discográfica estadounidense facturaba once mil millones de dólares, y diez años después esas ventas ya habían caído a siete mil millones. Las ventas de singles digitales, mucho menos
rentables, sobrepasaban por más de un tercio a los CD. Pero incluso de manera legal es difícil rentabilizar la música en internet. Las plataformas que trataban de cumplir con sus obligaciones económicas hacia los artistas (Spotify) empezaron a pasarlo mal, o realmente nunca llegaron a tener beneficios que superasen las pérdidas.
Nuevos usos, viejos problemas
Spotify o YouTube pusieron de manifiesto otro fenómeno entre quienes recurrían a internet para buscar música: una buena parte de ellos prefieren escuchar música online sin tener que descargarla, básicamente por cuestiones de comodidad. Así que el streaming ha sustituido a la descarga. Esto tiene un lado
buen y uno malo. El lado bueno es que facilita que la piratería sea atemperada por sistemas que funcionan mediante cuotas de suscripción y descarga, o mediante publicidad. La gente paga poco, o paga indirectamente, y recibe un catálogo musical cada vez más extenso. Sin embargo, la rentabilidad es muy, muy
baja. En algunos casos, como el mencionado de Spotify, no hay rentabilidad sino
pérdidas. Y cuando hay ganancia, quienes se benefician de ello, además de los proveedores de internet y empresas tecnológicas varias, son los de siempre: las
grandes discográficas.
Lo de la plataforma YouTube es un tema ambiguo. En realidad se ha convertido en
la gran herramienta de promoción que Napster, según algunos, pudo llegar a haber sido; muchos artistas y discográficas abrieron sus perfiles oficiales en YouTube para aprovechar ese potencial publicitario. Incluso ha habido artistas,
pocos, que han alcanzado la fama internacional gracias a YouTube. Pero no deja de funcionar como una plataforma de intercambio, y continuamente vemos artistas
que retiran su catálogo de YouTube. Otros, como Prince, tienen equipos dedicados a eliminar cualquier rastro de su música. Sin embargo, el que YouTube
fuese adquirida por Google facilitó que la industria musical tuviese más cuidado a la hora de atacar. Pero no piensen que no despierta recelos entre las
discográficas; los despierta, y muchos, solo que no es un blanco débil. Lo que para algunos era una extravagancia de Prince se está demostrando como un rasgo de clarividencia, y la industria musical mira a YouTube de reojo; incluso aunque la plataforma quiera colaborar, aunque suponga una gran herramienta de promoción, no deja de ser otro de los motivos por los que el negocio del disco se va hundiendo año tras año.
Hablando de blancos débiles, muchos recordarán cuando Taylor Swift, en una sonada maniobra, decidió retirar su catálogo de Spotify porque consideraba que la plataforma no estaba ofreciendo la debida compensación económica. El presidente de Spotify respondió a esto de manera muy razonable, defendiendo el derecho de los artistas a recibir la justa compensación por su trabajo pero recordándole a Swift que Spotify estaba pagando enormes cantidades de dinero a las discográficas en concepto de derechos de autor. Hasta Bono, cantante de U2,
salió en defensa de Spotify. Y lo cierto es que esa plataforma siempre ha intentado hacer las cosas bien, por lo legal y cumpliendo con las normas. El problema es que está pasándolo muy mal a la hora de convertir su proyecto de difusión legal de música en algo rentable, porque sus pérdidas continúan creciendo más que sus ingresos. ¿La gran paradoja? Que los artistas no reciben los derechos que consideran justos. ¿Por qué? Pues lo de costumbre: las grandes
discográficas se quedan todo lo que pueden. Porque continúan siendo los principales tiburones de la industria musical. Quienes en tiempos de Napster defendían la idea de que internet favorecería a los artistas independientes y a
las compañías pequeñas ya saben que estaban equivocados. Las grandes discográficas son las que siguen teniendo el poder de negociación, de promoción, de canalización de su producto. Es verdad que han sufrido mucho por causa de internet. En 1999 había seis compañías discográficas que pudiéramos considerar grandes: Universal, Sony, Warner, EMI, Polygram y BMG. Hoy quedan solamente tres, porque Sony se fusionó con BMG, Universal compró Polygram y EMI
quebró a causa de sus malas políticas, siendo sus restos absorbidos también por
Universal. Sí, han sufrido como ha sufrido todo el negocio musical. Pero, dentro de él, continúan cortando el pastel. Aunque haya muchas compañías medianas o pequeñas, las tres grandes todavía se reparten bastante más de la mitad del negocio discográfico. Por este orden y redondeando cifras: Universal (30%), Sony (20%), Warner (15%). El resto del mercado, un 35%, se lo reparten todas las demás discográficas, a las que llamamos «independientes» aunque algunas ya se parecen más de la cuenta a sus hermanas mayores.
Así que las grandes discográficas continúan teniendo mucho poder y continúan abusando de sus artistas, aunque algunos de ellos, como la pánfila de Taylor Swift, se empeñen en culpar a Spotify (ya sea por iniciativa propia o actuando como títeres de su compañía discográfica). Siguen teniendo los mismos escrúpulos de costumbre. O sea, pocos. Muchas veces, las discográficas que lanzan artistas a lo grande deducen los gastos de promoción, producción, grabación, montaje de giras, videoclips y todo lo que se les ocurra de los futuros honorarios de esos artistas. Después se quedan con una buena parte de los derechos de autor, como hemos visto en el caso de Spotify. Al final, hay artistas que no empiezan a ganar dinero hasta que han satisfecho su deuda con la discográfica, o que pueden enfrentarse a demandas millonarias en caso de romper contrato; que se lo digan a Jared Leto y su banda 30 Seconds to Mars: después de haber vendido millones de discos, ¡todavía le debía millones de dólares a sus jefes! Hay cosas que no cambian. Aun así, por malvadas que sean las discográficas, y no hay forma bonita de decir esto, la mayor parte de culpa
de lo que está pasando la tiene el público.
El público y la calidad
El público no gasta menos en música grabada porque su presupuesto cultural se haya ido completamente al garete. De acuerdo, el poder adquisitivo de las personas se ha visto muy dañado por la crisis, en unos países más que en otros.
En España poca gente puede gastar mucho en cultura. La media anual por persona se estima en doscientos sesenta euros. Lo cual es poco, unos veinte euros al mes. Sí, en España estamos jodidos; ni brotes verdes ni azules. En Estados Unidos, alguien de entre diecicocho y treinta y cuatro años gasta una media de setecientos cincuenta dólares anuales en cultura, lo cual es bastante más. Pero
la cuestión no es solamente cuánto tiene la gente para gastar, sino en qué lo gasta. Y la mayoría del gasto cultural estadounidense se va en televisión de pago, mientras la música está a la par con los videojuegos (de los libros ya ni
hablamos, si no queremos echarnos a llorar). En otros países avanzados sucede algo parecido, y la música se lleva menos dinero cuanto más bajo es el poder adquisitivo. El público prefiere pagar por ver televisión que por escuchar música, esto es así. Y cuando paga por la música, prefiere gastárselo en entradas de conciertos que en obras publicadas.
Lo que la era internet ha puesto de manifiesto es que el público es musicalmente perezoso. YouTube lo ilustra mejor que ninguna otra cosa. En YouTube hay vídeos musicales de muchos artistas de todos los géneros imaginables. Entiendo que la industria musical puede sentirse recelosa porque YouTube es básicamente Napster II, pero también les diré que gracias a esa plataforma he podido escuchar cosas a las que nunca antes había tenido acceso. Esa es la parte buena de internet: elimina la frustración de ir en tienda en tienda buscando un disco y que te digan que está descatalogado (¡recuerdo mi indignación cuando aquí se descatalogaban discos de Johnny Winter!) o que directamente jamás llegó a publicarse en tu país. Internet también permite que,
no sé, un tipo como Brushy One String alcance la popularidad con sus maravillosas canciones. Aunque sospecho que Brushy --cuya música me parece legítimamente genial-- no hubiese llamado la atención de no tener la peculiaridad de poseer una guitarra con una sola cuerda. Pero, bueno, me alegra
que pasen estas cosas. Lo malo es que son habas contadas. El viejo sueño de que
los pequeños artistas se harían más fácilmente famosos se ha quedado en agua de
borrajas. En general, los números no engañan: en YouTube la gente escucha sobre
todo la música que promocionan las grandes compañías. Y estas se han dado cuenta de que resulta mucho más fácil comercializar estrellas prefabricadas para moldear los gustos del público que confiar, como antaño, en encontrar una pepita de oro en el río. Es cierto que siempre hubo artistas prefabricados y con esto no quiero decir que no tengan ningún talento o cualidad, sino que están dirigidos a un estilo decidido no por el artista sino por la discográfica. Pero lo de rebuscar en busca de talentos con capacidad de sacudir
los cimientos del mundo cultural es un arte perdido.
Antes la discográficas ya daban por supuesto que su principal público, el juvenil, se iba a decantar de repente por fenómenos que nadie en la propia industria había podido prever. Algunos de esos fenómenos tenían, además de la capacidad para galvanizar a los jóvenes, una calidad intrínseca que los convertía en instancias culturales a tener en cuenta. Sucedió con Elvis Presley, con los Beatles, con el hip hop, con el grunge y con muchas otras cosas. Como nadie en la industria quería pasar a la historia como el nuevo Dick
Rowe, el hombre que rechazó contratar a los Beatles, las discográficas invertían tiempo y dinero en encontrar a nuevos artistas. Piensen en Nirvana, por ejemplo. Un grupo underground que había publicado un disco en una compañía independiente, por entonces desconocida, llamada Sub Pop. Es posible que Nirvana nunca hubiesen llegado a ninguna parte si no hubiesen fichado por una discográfica mayor, Geffen, que les permitió grabar su segundo álbum con mucho mejores medios y, por lo tanto, un mejor sonido. Aunque hubo quien pensó que Nevermind sonaba demasiado «pulcro» en comparación con el primer disco, no cabe
duda de que sin ese refinamiento en la grabación y sobre todo sin la debida promoción no hubiesen provocado el mismo impacto generacional. Lo mismo sucedió
con Guns N' Roses y su Appetite for Destruction, por citar otro bombazo de la misma época. Eran grupos pequeños en popularidad al principio, pero talentosos,
a los que se ofreció un buen presupuesto para grabar y promocionarse. Funcionaron y lo amortizaron. Seguro, hubo otros que no consiguieron amortizarlo, pero así es el espectáculo: unas veces se gana y otras veces se pierde. En Hollywood ya cuentan que el beneficio de unas películas sirve para pagar las pérdidas de otras.
Las diferencias entre aquellos tiempos y el presente son dos, y ambas tienen que ver con internet. Primero, las compañías ya no tienen tanto dinero, así que
han recortado gastos a la hora de buscar y promocionar nuevos artistas salidos de la calle. No arriesgan. Y tampoco esperan que se produzca un súbito movimiento juvenil que amortice la inversión. Internet, además de cambiar la comercialización de la música, ha canalizado las ansias juveniles hacia otras vías (redes sociales, videojuegos, etc.), y por lo tanto la música ha dejado de
ser el gran escape, el lugar donde buscar una identidad propia, el vehículo de grandes explosiones generacionales. Desde el grunge no se ha vuelto a producir un fenómeno musical de tan grandes dimensiones, que esté además apoyado en todo
un torbellino de interés mediático y sociológico. Sí, está Justin Bieber, pero siempre hubo un Bieber para cada época, desde Leif Garrett a Spice Girls, o quien quieran ustedes imaginar. Lo que no ha vuelto a haber son unos Nirvana. Es posible que en algún lugar del mundo haya un Kurt Cobain esperando ser descubierto. Seguro que lo hay, pero, tal y como están las cosas, no puede confiar en que alguien vaya a poner dinero para que grabe su propio Nevermind. Y, tal como se relaciona el público con YouTube, es difícil que llegue a conseguirlo. Si cito el ejemplo de Nirvana es para recordar precisamente que el
disco de su explosión no lo grabaron en su casa, ni fue promocionado con fotocopias. Estaban en una multinacional y necesitaron el escaparate de la MTV y algunos otros grandes medios. Tarde o temprano, y más si ofrece un producto que proviene del underground, un artista necesita un trampolín para el éxito. No puede hacerlo solo. Ni puede esperar llegar lejos grabando en su casa. No digo que no pueda ocurrir, pero es algo excepcional. Hasta los años cincuenta la gente grababa con uno o dos micrófonos colgando del techo, sí. Muchos clásicos se han grabado de forma increíblemente rudimentaria. Y algunos hemos llegado a amar el sonido «cutre» de aquellos discos porque hemos crecido escuchándolos como son, pero no nos engañemos, esa presentación ya no es aceptable en la industria musical. La gente dispone en sus casas de una tecnología avanzada, pero todavía hoy grabar un disco con buen sonido requiere mucho dinero. Piensen que un productor, un técnico, un ingeniero de sonido que de verdad sepan obtener un sonido de primer nivel son gente cuyo trabajo ha de pagarse, y que además necesitarán trabajar con material de primera línea. Todo esto supone mucho dinero. La promoción supone más dinero todavía.
Por supuesto, siguen existiendo sectores del público que mantienen circuitos minoritarios, como el jazz o la música clásica (o incluso el rock clásico, que lleva camino de convertirse en algo minoritario también), que han notado menos el impacto, pero sobre todo porque su principal actividad son conciertos y festivales. Son estilos de música que nunca esperaron vender muchos discos o hacerse muy grandes. Quitando las grandes giras de artistas de rock, que para colmo son muy veteranos (Stones, AC/DC, Springsteen, etc.), no dan como para que la industria discográfica se apoye en ellos para salvar los muebles. Por cada músico que consiga la popularidad con algo que ha grabado en su casa y ha colgado en YouTube, hay cientos, miles, que no lo conseguirán jamás. Ahora ya ni sueñan con la posibilidad de que un agente los vea en algún concierto y los contrate. Las compañías más pequeñas sobreviven y usan internet como herramienta, pero como las grandes ya no arriesgan, el «ascenso» de los artistas es cada vez más difícil. Y si no arriesgan las grandes compañías, no arriesgan las grandes radios ni los grandes programas musicales de TV. Así, se ha conseguido el efecto paradójico de que a mayor cantidad de música disponible
y gratuita, el público parece aferrarse más a cosas mayoritarias. Quizá porque entre tanto estímulo es casi imposible captar la atención con cosas nuevas. Un grupo pequeño ha de competir en el entorno digital con la publicidad de las grandes compañías, los contenidos virales, con los youtubers, con las series de
TV, con los juegos, incluso con la pornografía. Todo en un mismo ámbito. Y la atención del público es limitada. No sé cuánto más se puede agudizar el proceso, pero es muy posible que dentro de varias décadas la gente mire hacia atrás y diga que, terminado el siglo XX, empezó a haber cada vez menos artistas
interesantes. Y tendrán razón, porque la maquinaria que antaño los descubría y promocionaba se está viniendo abajo. La industria musical tenía que elegir entre supervivencia y calidad, y ha elegido lo primero. Eh, el público manda, y
como se suele decir: el cliente siempre tiene la razón.
[1]
http://www.jotdown.es/2016/03/internet-esta-matando-la-musica-si-como-era-de
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A reveure!!
Enric
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