• 90.000 toneladas de diplomacia

    From Enric Lleal Serra@1:2320/100 to All on Wed May 11 08:49:02 2016
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    * Crossposted in ESP.HISTORIA

    ­Hola All!

    Hace años me invitaron a un desfile de moda sobre la cubierta de un portaaviones americano atracado en la base naval de Coronado, en California. El

    desfile, coordinado por un diseñador de Los Angeles que insistía en llamarme «Cristina» en todos sus emails, formaba parte del programa de actividades que la Marina de los Estados Unidos organizó durante un fin de semana para las familias de los Navy Seal que viven en la base.

    Nunca fui al desfile y no recuerdo el porqué, pero sí recuerdo el argumento con

    el que el diseñador me intentó convencer de que aceptara su oferta. «Los Navy Seal están muy fuertes y allí habrá muchos de ellos». A veces me imagino al hombre tirándole los tejos al Navy Seal equivocado y siendo lanzado a un kilómetro o dos de distancia con la catapulta de vapor de la cubierta del portaaviones. Si esas catapultas son capaces de lograr que un avión de combate de quince toneladas levante el vuelo en menos de cien metros de pista, es fácil

    imaginar lo que pueden hacer con un diseñador.

    En realidad, mi fantasía es benevolente. Los nuevos portaaviones de la clase Gerald R. Ford, los más avanzados del mundo y cuya primera unidad entrará en servicio este mismo año, no están equipados con catapultas de vapor sino con las mucho más eficaces catapultas electromagnéticas (EMALS). Probablemente capaces de lograr que el diseñador catapultado aterrice en Papúa Nueva Guinea.

    Por mi lado, eso es lo más cerca que he estado jamás de un portaaviones.

    ¿Cuántas Victorias de Samotracia hacen falta para hundir un portaaviones?

    En 1908, el poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti escribió uno de los poemas

    más bellos y extraños del siglo XX. Él lo llamó Manifiesto Futurista y con ese nombre ha pasado a la historia del arte.

    En ese poema, Marinetti escribió cosas como:

    Queremos glorificar la guerra --única higiene del mundo--, el militarismo,
    el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas.

    Aunque el fragmento más conocido del Manifiesto Futurista es este:

    Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza
    nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó
    adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo...
    un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello
    que la Victoria de Samotracia.

    Algunos han visto en el Manifiesto Futurista de Marinetti un precursor ideológico del fascismo cuando más bien lo es de Mad Max. En realidad, todas las vanguardias artísticas han sido totalitarias. Ni el cubismo ni el dadaísmo ni la música concreta fueron menos fascistas que el futurismo. ¿O acaso existe algo más fascista que la negación de la naturaleza humana? La misma palabra «vanguardia» proviene del lenguaje militar y un manifiesto no es más que una declaración de guerra.

    El 19 de febrero de 2016, ciento ocho años después de la redacción del Manifiesto Futurista, Tsevan Rabtan escribió esto:

    En la cumbre de la civilización están esas máquinas perfectas, como el LHC
    o la Filarmónica de Berlín.

    Dice Steven Pinker en La tabla rasa que el arte es el producto de tres adaptaciones evolutivas:

    1. El ansia de estatus social.
    2. El placer estético de experimentar objetos adaptativos.
    3. La capacidad de diseñar artefactos para conseguir los fines deseados.

    Según esta definición, el acelerador de partículas LHC y la Filarmónica de Berlín son, además de «máquinas perfectas y cumbre de la civilización», arte.

    Esta última frase hay que entenderla bien. Lo que es arte no es solo lo que esas máquinas producen (ciencia en el caso del LHC y música en el de la Filarmónica de Berlín) sino también la máquina en sí misma, independientemente del fin para el que fue creada.

    Y es en este sentido en el que también son arte los portaaviones. Esas obras maestras de la ingeniería naval tan merecedoras de figurar en la cumbre de la civilización humana como el LHC o la Filarmónica de Berlín.

    Lo que diferencia al LHC o la Filarmónica de Berlín de un portaaviones es que lo que este produce (muerte) no suele ser considerado arte. Aunque nadie podrá negar que desde un punto de vista estrictamente estético, e incluso humanitario, hay maneras y maneras de morir. Solo hay que comparar la estilizada muerte del militante del DAESH que es volatilizado por el misil de un dron MQ-1 Predator estadounidense con la munición viva que los cruzados utilizaron en 1099 durante el asedio de Jerusalén (el procedimiento consistía en capturar a un musulmán y catapultarlo por encima de las murallas).

    Durante la cruzada albigense, más de cien años después, las cosas se habían civilizado un poco: ya no se catapultaba a los prisioneros vivos por encima de la muralla sino solo sus cabezas. O sus cadáveres en el caso de que hubieran muerto de peste o de cualquier otra enfermedad altamente infecciosa: la guerra bacteriológica es más vieja de lo que solemos pensar.

    (Sé lo que están pensando. Lanzar seres humanos vivos con una catapulta no es especialmente útil si lo que se pretende es derribar murallas o edificios de piedra. Pero pónganse en la piel de un sitiado que ve volar a su gimoteante primo hasta espachurrarse en el minarete de la mezquita. La estampa --y nunca mejor dicho-- debía de resultar profundamente desmoralizadora. Y ese, el de la moral, es un detalle importante. De ahí la antigua costumbre de pintar de rojo las cubiertas de los navíos de la armada británica: para disimular la sangre de

    los caídos y no deprimir a los que aún continuaban en pie.)

    Pero volviendo a los portaaviones

    Los portaaviones no son ni por asomo los mayores barcos jamás construidos. Los de la clase Ford, que se bastarían por sí solos para arrasar sin excesivos problemas los ejércitos de la mayoría de los países de este planeta, miden un campo de fútbol menos que el Seawise Giant, el mayor petrolero jamás construido. Aunque lo que diferencia a ambos buques no es tanto su longitud como su desplazamiento en máxima carga (el peso del buque cargado hasta el límite de su capacidad): ciento diez mil toneladas para el Gerald R. Ford por las casi seiscientas cincuenta mil del Seawise Giant.

    Portaaviones son también, por ejemplo y sin ir más lejos, los Destructores Estelares de La guerra de las galaxias:

    O la Battlestar Galactica:

    O el USS Flagg de la línea de juguetes GI JOE (cuyo diseño se basa en los portaaviones de la clase Nimitz):

    O los Helitransportes de SHIELD de los cómics de la Marvel, que no pasarían de la fase de boceto previo en la escuela de ingenieros del ejército porque su cubierta de vuelo en ángulo, esa en la que se supone que aterrizan los aviones,

    empieza en una tobera y acaba en una gigantesca hélice. Un solo error en el ángulo de entrada en pista y acabas incrustado en la tobera. Un solo error en la maniobra de anclaje durante el aterrizaje y acabas triturado por la hélice. Y el Helitransporte, a pique en cualquiera de los dos casos.

    En algo sí acierta el diseño del Helitransporte y es, precisamente, en su cubierta de vuelo en ángulo con respecto al eje central del navío. Su ventaja es doble. En primer lugar, la cubierta en ángulo permite operaciones simultáneas de despegue y aterrizaje (se aterriza en la pista en ángulo, entrando desde la popa, y se despega desde la pista de proa). Y, en segundo lugar, permite que los aviones que fallan en el anclaje aborten la operación y remonten de nuevo el vuelo sin poner en peligro el resto de aparatos estacionados sobre la cubierta.

    Los portaaviones son los dinosaurios de las naves espaciales

    Es posible que la civilización humana se extinga antes de que podamos construir

    naves espaciales como las de La guerra de las galaxias. Pero si esas máquinas llegan algún día a hacerse realidad, los portaaviones del siglo XX serán sin duda considerados como sus antepasados remotos.

    La diferencia entre un Destructor Estelar y un portaaviones moderno es la potencia de fuego. Los portaaviones no están diseñados para arrasar ciudades o navíos enemigos a cañonazos sino como bases móviles. Un portaaviones proyecta fuerzas de combate aéreo a grandes distancias pero no ejerce esa fuerza por sí solo. De eliminar a cualquiera que intente acercarse al portaaviones se encarga

    su grupo de ataque, que normalmente está compuesto por el mismo portaaviones, un crucero de misiles, dos buques portahelicópteros especializados en guerra submarina, dos destructores o tres fragatas, un número indeterminado de submarinos nucleares y otros barcos de apoyo (como un buque cisterna).

    Los primeros antepasados de los portaaviones modernos fueron los barcos portaglobos. Los portaglobos no eran navíos de ataque (aunque los austríacos intentaron bombardear Venecia con un globo lanzado desde uno de estos barcos). Su objetivo era ampliar al máximo el campo de visión de su ejército. Los buques

    portaglobos tuvieron una vida corta y desaparecieron a principios del siglo XX.

    Pero los padres de los portaaviones modernos son sin lugar a dudas los portahidroaviones. El primer hidroavión fue construido en 1910 y apenas un año después apareció el primer barco capaz de transportarlos. Los hidroaviones eran

    depositados y retirados del agua con una grúa.

    El primer barco de la historia que llevó a cabo un ataque con hidroaviones fue el japonés Wakamiya en 1914, durante la I Guerra Mundial. Pocos años después se

    inventó una catapulta capaz de lanzar el hidroavión desde la plataforma de despegue del barco. Muchos de esos portahidroaviones fueron reciclados como portaaviones durante la II Guerra Mundial.

    La mayor batalla naval de la historia

    La primera gran batalla naval protagonizada por portaaviones tuvo lugar entre el 4 y el 7 de junio de 1942 cerca de la isla de Midway, en el centro del océano Pacífico.

    En junio de 1942, la flota japonesa, a las órdenes del almirante Isoroku Yamamoto, dominaba casi por completo el Pacífico. Seis meses antes, un ataque sorpresa contra la base de Pearl Harbor había hundido o inutilizado todos los acorazados estadounidenses allí atracados. Por suerte para los americanos, los tres portaaviones de su flota se encontraban lejos de Hawai en el momento del ataque. Si Japón los hubiera hundido habría ganado la II Guerra Mundial en el escenario del Pacífico. Aunque ahora pueda parecer ciencia ficción, la posibilidad de que el ejército japonés pusiera pie en tierra en Seattle o en las playas de California y conquistara EE. UU. era perfectamente imaginable en 1942.

    Diez días después del ataque a Pearl Harbor, las autoridades estadounidenses pusieron al mando de toda la flota del Pacífico al almirante Chester Nimitz. Pocas semanas después, un mensaje interceptado por los americanos permitió averiguar que los japoneses se preparaban para atacar Midway. Yamamoto contaba con cuatro portaaviones para el ataque y doscientos cuarenta aviones. Los americanos solo contaban con dos portaaviones y medio. El medio era el Yorktown, que había resultado muy dañado tras un ataque reciente en el mar del Coral.

    Conociendo que el objetivo japonés era Midway, Nimitz situó su flota a unos quinientos kilómetros al norte de la isla. Mientras esperaban la llegada de los

    navíos de Yamamoto, Nimitz y los almirantes Fletcher y Spruance recibieron el aviso de que otra flota japonesa se dirigía hacia las islas Aleutianas, dos mil

    kilómetros al norte de Midway. El dilema de Nimitz era evidente: si protegía las islas Aleutianas enviando hacia allí a su flota o parte de ella, los japoneses se harían fácilmente con Midway, que tenía un valor estratégico muy superior. Nimitz decidió no responder al obvio señuelo japonés y continuar con su plan inicial de esperar agazapado.

    Ciento ocho aviones japoneses iniciaron la batalla atacando la isla de Midway, que apenas pudo defenderse. Yamamoto creía en ese momento, erróneamente, que la

    flota americana se encontraba en Pearl Harbor. Poco después, un avión de reconocimiento descubrió la flota americana a apenas trescientos kilómetros de la posición de la japonesa, lo que implicaba la pérdida del factor sorpresa para Nimitz.

    Pero entonces la suerte se alió con los americanos. El almirante japonés Nagumo

    pecó de prudente (la cultura militar japonesa no estimula precisamente el riesgo y la iniciativa) y Fletcher, en cambio, ordenó atacar de inmediato con todos los aviones disponibles. El ataque americano fue caótico y tuvo un alto coste en aparatos derribados pero saturó las defensas del enemigo y permitió que los aviones llegaran a la flota japonesa en el peor momento posible para ella: justo en el preciso instante en que el personal de los cuatro portaaviones nipones retiraba las bombas destinadas al segundo y definitivo ataque sobre la isla de Midway para sustituirlas por los torpedos con los que pretendían hundir la flota enemiga. Bombas y torpedos se amontonaban en la cubierta de los portaaviones junto a los cazas cargados de combustible cuando los aviones americanos lanzaron sus propias bombas. El ataque provocó devastadoras explosiones en cadena.

    Los cuatro portaaviones japoneses fueron hundidos por los norteamericanos. Tres

    de ellos en apenas seis minutos. El cuarto, el Hyryu, no lo hizo hasta el día siguiente, con más de cuatrocientos hombres a bordo y el contralmirante Yamaguchi atado al puente. Los japoneses perdieron más de tres mil hombres en la batalla. Los americanos, trescientos.

    Con la batalla decidida, un submarino japonés hundió el Yorktown, muy dañado tras el ataque de los aviones japoneses, y reventó el destructor Hamman, encargado de protegerlo durante su retirada. Fue un último arrebato de orgullo.

    En realidad, tras su victoria en Midway, EE. UU. era el virtual ganador de la II Guerra Mundial también en el escenario del Pacífico.

    Construyeron una máquina de matar de cien mil toneladas y lo que pasó
    después te sorprenderá

    No hay discusión posible. El mejor eslogan de la historia de la publicidad es el de la empresa aeroespacial y de defensa estadounidense Northrop Grumman: «Noventa mil toneladas de diplomacia».

    Northrop Grumman es la empresa responsable del diseño de los nuevos portaaviones de la clase Gerald R. Ford. El primer navío de la clase Ford, el USS Gerald R. Ford (CVN 78), navegará este año los mares. El segundo, el USS John F. Kennedy (CVN 79) lo hará en 2020. Los Gerald R. Ford miden setenta y seis metros de alto por trescientos treinta siete de eslora, desplazan cien mil

    toneladas y transportan hasta noventa aviones de combate. Los Gerald R. Ford han sido diseñados para mantener un ritmo de ciento sesenta salidas de combate durante treinta días seguidos y un máximo de doscientas setenta en un solo día,

    aunque estimaciones más modestas sitúan esas cifras en ciento veinte y doscientas cuarenta.

    En realidad, portaaviones, lo que se dice portaaviones, solo lo son los americanos de la clase Nimitz (y desde este año, los americanos de la clase Ford). Lo del resto del mundo son navíos de cubierta plana y tamaño medio, muchos de ellos reliquias de la Guerra Fría que en algunos casos ni siquiera abandonan el atracadero en el que languidecen desde hace años.

    Siendo generosos se pueden contar treinta y cinco portaaviones en activo en el mundo. Diecinueve de ellos son americanos (diez de la clase Nimitz).

    China tiene uno, una reliquia rusa que fue comprada por un millonario chino con

    la intención de convertirlo en un casino. El portaaviones, llamado ahora Liaoning, acabó en las manos del Gobierno chino y desde 2012 es el estandarte de su pequeña flota. El Liaoning desplaza sesenta mil toneladas, aproximadamente la mitad que un portaaviones de la clase Nimitz. China construye en estos momentos su segundo portaaviones, de diseño cien por cien nativo, y aunque los detalles se mantienen en secreto es prácticamente seguro que su tamaño y capacidades serán muy inferiores a las de los portaaviones americanos.

    Rusia tiene un portaaviones, el Kuztnesov, de sesenta y cinco mil toneladas. El

    Kuztnesov, hermano del Liaoning chino, es conocido por su tendencia a averiarse

    con asombrosa regularidad.

    El Reino Unido no tiene ningún portaaviones en activo, pero sí dos en construcción: el Queen Elizabeth y el Prince of Wales. Se prevé que estén operativos en 2020 y 2022, respectivamente.

    Francia tiene uno, el Charles de Gaulle. El Charles de Gaulle es pequeño (apenas cuarenta y tres mil toneladas) pero tiene la particularidad de ser el único portaaviones no americano del mundo propulsado con energía nuclear. Un detalle no precisamente menor: un portaaviones nuclear tiene una autonomía casi

    ilimitada. En teoría, un portaaviones de este tipo podría navegar durante veinticinco años sin tocar tierra en ningún momento. La vida útil de un portaaviones es de aproximadamente cincuenta años.

    India tiene dos portaaviones pequeños heredados (uno de los británicos y otro de los rusos) y está construyendo el primero cien por cien nacional. Aunque su enemigo natural es Pakistán, es bastante más probable que la próxima gran guerra del futuro sea la que enfrente a la India (y sus aliados) con China (y los suyos).

    Japón tiene tres portaaviones ligeros, aunque ellos no los llaman así sino «destructores de helicópteros» porque el artículo 9 de su Constitución prohíbe expresamente la resolución de disputas internacionales por medio de la guerra (aunque sí permite las operaciones y la construcción de maquinaria bélica con fines estrictamente defensivos).

    Australia tiene dos pequeños portaaviones, el HMAS Canberra y el HMAS Adelaide,

    basados en el Juan Carlos I español y cuyos cascos han sido fabricados en nuestro país.

    Italia tiene dos minúsculos portaaviones. El Cavour desplaza veintisiete mil toneladas y el Giuseppe Garibaldi, poco menos de catorce mil.

    Corea del Sur, Brasil, España y Tailandia tienen uno cada uno. Son navíos que quizá habrían resultado amenazadores en 1940. En un hipotético conflicto bélico

    moderno contra una potencial militar seria, la principal preocupación de sus capitanes sería evitar que los hundieran.

    Pero ¿tienen algún sentido los portaaviones en 2016?

    Es el debate militar de moda. Un portaaviones es una máquina absurdamente cara.

    El coste aproximado de una unidad es de unos catorce mil millones de dólares y el del mantenimiento del grupo de ataque, de más seis millones de dólares diarios. Un portaaviones, además, alberga una población de entre tres y cinco mil almas con su propia economía interna. Desde todos los puntos de vista posibles, un portaaviones es una pequeña ciudad autónoma: un pedazo de soberanía nacional en mares ajenos.

    Pero en el pecado va la penitencia. Un portaaviones americano hundido junto con

    alguno de sus buques escolta provocaría en un solo día el diez por ciento de las víctimas de la guerra de Vietnam. Al coste en vidas se añadiría uno aún más

    importante: el de la moral. Porque los portaaviones son tanto poder efectivo como emblemas de poder. Cinco mil soldados muertos en tierra son una columna en

    un gráfico pero un portaaviones hundido es un meme.

    Los portaaviones, además, violan uno de los principios básicos de la guerra: nunca arriesgues un elemento que no puedas permitirte perder. La biblia de los antiportaaviones es este paper del excapitán de la Marina americana Henry J. Hendrix. Según Hendrix, los portaaviones modernos son una «fuerza evolucionada»

    pero no una «fuerza revolucionaria». Sus argumentos no son tanto militares como

    económicos porque en términos militares la efectividad y la eficacia de un determinado elemento de combate se mide en relación a su coste. ¿Qué puede causarle más daño al enemigo, veintiocho bombarderos invisibles de quinientos millones de dólares o un portaaviones de catorce mil millones?

    Es prácticamente seguro que en una hipotética guerra naval entre los EE. UU. y una potencia militar como China los portaaviones americanos serían considerados

    un objetivo prioritario. Un solo portaaviones hundido supondría una pérdida del

    diez por ciento de la fuerza aérea naval de los EE. UU.: un auténtico desastre.

    Los americanos no pierden un portaaviones desde el hundimiento del Hornet en 1942 y los chinos están ampliando gradualmente el radio de alcance de sus misiles y mejorando sus sistemas de guiado para empujar a la Navy lejos de su zona de influencia. Alejar los portaaviones americanos de las costas chinas permitiría protegerlos de los misiles chinos pero también situaría al ejército de la República Popular fuera del radio de acción de los aviones estadounidenses. ¿Qué sentido tiene entonces una flota de portaaviones como la americana?

    Hendrix propone una triple opción alternativa a los portaaviones: los drones, los submarinos y los misiles de precisión de largo alcance.

    Pero ese punto de vista, el de Hendrix, es el de los llamados «futuristas tecnológicos». Los futuristas tecnológicos imaginan una superpotencia militar y

    económica capaz de responder a todas y cada de las capacidades del ejército americano con un arma tecnológicamente superior. Los futuristas, en resumen, atribuyen al enemigo toda la capacidad tecnológica «revolucionaria» que le niegan a los EE. UU. y especulan sobre armas que de momento son solo bocetos en

    el laboratorio de algunas empresas de defensa.

    En realidad, un portaaviones es una máquina extraordinariamente difícil de hundir. La primera dificultad consiste en detectarlo. En los océanos hay mucha agua y encontrar un portaaviones no es tarea fácil ni siquiera para los satélites modernos. Para encontrar algo en este planeta hay que saber dónde mirar. Solo hace falta recordar que aún no se ha encontrado casi ningún resto del vuelo MH370 de Malaysia Airlines desaparecido en algún punto indeterminado entre Australia y África hace dos años. Añadamos a ello la dificultad de encontrar algo que no quiere ser encontrado, que no sigue patrones fijos de movimiento y que cuenta con recursos para pasar desapercibido.

    La segunda dificultad consiste en superar el escudo de defensa del grupo de combate que acompaña al portaaviones. Los chinos no disponen todavía de la tecnología necesaria para evitar el sistema de defensa aérea Aegis que transportan los cruceros y los destructores americanos y el único país que cuenta de momento con misiles balísticos antibuque (jamás testados en combate) es Rusia. Para hundir un portaaviones, además, hay que situarlo en tu radio de alcance y eso te sitúa a ti mismo en su radio de alcance.

    La tercera dificultad es la de la propia dureza de un portaaviones. No existe misil o torpedo capaz de hundir por sí solo un portaaviones. A lo máximo que puede aspirarse es a incapacitarlo temporalmente. Y eso contando con varios impactos simultáneos. Los navíos de guerra cuentan con compartimentos estancos que minimizan los daños provocados por los impactos de proyectiles y con blindajes capaces de resistir explosiones que partirían fácilmente en dos cualquier barco civil por grande y pesado que fuera este (los torpedos no alcanzan su máxima eficacia cuando impactan lateralmente contra el casco del barco sino cuando explotan bajo la quilla porque su onda expansiva levanta el navío y puede llegar a partirlo por la mitad).

    El debate, en cualquier caso, está abierto. La probabilidad de que estalle una guerra naval entre dos potencias militares con una flota de portaaviones en nómina es muy baja y por ello no sería razonable apostar a favor de la obsolescencia a corto o medio plazo de este tipo de navíos de guerra. Algún día, eso sí, desaparecerán sustituidos por armas o buques más baratos, más pequeños, más rápidos y más letales. Es incluso probable que nunca se construya

    nada más grande que ellos. Como los dinosaurios del reino militar, los portaaviones serán las mayores máquinas de guerra jamás construidas por el hombre.

    Hasta la construcción del primer Destructor Imperial, claro.


    [1]http://www.jotdown.es/2016/05/90-000-toneladas-diplomacia-una-breve-introduc

    cion-los-portaaviones-del-siglo-xxi/

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    A reveure!!
    Enric
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